Uno de los conceptos más tergiversados de la época moderna es el que hace referencia al individualismo y el constante ataque que recibe dicho término en general; tanto de un lado como del otro.
La fuerza dominante del mundo actual, el socialismo, odia lo individual y todo aquello que se aleja del ideal supremo actual: el de la igualdad radical.
Sin embargo, desde un punto de vista tradicional se ve al individualismo como el vástago del liberalismo, y como la fuente de la decadencia actual.
En este sentido hay que hacer una aclaración, pues al contrario de lo que puedan pensar muchos tradicionalistas, el individualismo que critican los proponentes de la Tradición, como Julius Evola, no deviene en un ataque a la propiedad privada, sino todo lo contrario, en un ataque radical contra la propiedad pública de los medios.
Esto es algo que muchos tradicionalistas no entienden; no hablemos de nacional socialistas o internacional socialistas.
Capitalismo e individualismo
El individualismo tan criticado de la era moderna es un individualismo colectivista, en tanto en cuanto que el origen del mismo, y del Liberalismo (muy a pesar de los liberales) es el de la persecución de la igualdad como ideal supremo.
La ruptura política del Antiguo Régimen marcó el ascenso radical del igualitarismo en el mundo occidental.
Todo lo que se vio con el supuesto avance del Capitalismo y la globalización posterior no es sino una fantasía.
Desde la Revolución francesa, el camino ha sido de una constante degradación de los preceptos de la propiedad privada y de la jerarquía resultante cuando esta gestiona los asuntos de la sociedad.
Que con la caída de los antiguos regímenes europeos se diera un aparente modelo de libertad económica y prosperidad capitalista no nos debería llevar a engaño.
Es como una trampa invisible que todo el mundo la pisa y ni siquiera se dan cuenta de ello.
Cierto es que con la caída de los antiguos regímenes se dio un gran crecimiento económico y tecnológico, pero ello no supuso un avance de los derechos de propiedad privada, sino un retroceso.
Que en el año 1800, el tamaño de los Estados públicos fuera minúsculo es irrelevante. A partir de ahí, el individualismo colectivista, la verdadera fuerza política que ha regido y rige nuestros destinos, ha hecho crecer el Estado público hasta alcanzar las cotas actuales.
El verdadero individualismo es el, como diría Julius Evola, el de la persona. Esto es decir, un ser diferenciado radicalmente de cualquier otro ser, con una unidad orgánica plenamente diferenciada.
Es por ello que el individuo colectivista debe ser concebido como una unidad atómica o como un mero número más en un reino de la cantidad (algo así como diría Guénon).
El individualismo actual está basado en el principio del igualitarismo radical y por tanto en la defensa de la estandarización, la masificación y la globalización, que es otra manera de llamar al intento desesperado por las fuerzas ctónicas de avanzar hacia la construcción de una masa uniforme humana y la destrucción de la diferenciación y de todo resto de persona y genuina libertad que pueda haber.
Esto es al contrario de lo que predica la filosofía actual, en su eterno uso de la neo lengua para cambiar el significado de las cosas, intentando lavar el cerebro de cuantas más personas sea posible. Entre ese uso fraudulento de la neo lengua está el del término individualismo. Con él se da a entender que el problema de la sociedad actual es todo aquello que es “individual” y diferente, y por tanto lo que se ataca es al término de persona, cuando en realidad el individualismo reinante es uno colectivista, igualitario y presa fácil de los sentimientos de envidia y celos.
Lo curioso del asunto es que muchos de los teóricos de la derecha y tradicionalistas de varios palos, están en parte de acuerdo en criticar a la libertad y por tanto a la propiedad privada. Piensan, ingenuamente que la solución a los problemas de la modernidad pasa por la adopción de una sociedad colectivista de propiedad pública, pero “tradicionalista” y de derechas.
Pues bien, dicho intento, que será intentado sin duda, fracasará, pues una sociedad basada en la propiedad pública de los medios de producción no es tradicional ni podrá serlo nunca.
Más al contrario, el camino que será escogido es el de la disolución final de los últimos vestigios de tradicionalismo. No obstante, el abrazo final (en Occidente ese paso está prácticamente terminado ya; solo falta el drama final) por las masas por el sistema de propiedad pública de los medios de producción, ya sea en su vertiente izquierdista como derechista, es un paso necesario para la disolución final del sistema y de la filosofía preponderante: el igualitarismo.
El individualismo y la envidia
El individualismo actual es colectivista.
La esencia del sistema político que se ha venido construyendo los últimos 200 años, con una aceleración exponencial en los últimos 100, es la de la igualdad como el más noble ideal sobre el que descansa toda la justicia del Universo.
Dicho ideal descansa no obstante, en uno de los sentimientos más bajos que existen, sino el que más: la envidia.
Cuando el sistema es orgánico y las relaciones permanecen en orden –como en el mundo de la Tradición, y ya en menor medida, en los regímenes aristocráticos y monárquicos de las diferentes civilizaciones de los últimos milenios – la envidia se encuentra lejos de ser un problema y mucho menos una idea que guíe los designios políticos de una sociedad.
No hay posibilidad de envidia en un sistema en el cual las relaciones “político” sociales están plenamente demarcadas.
Las tradiciones reprimen radicalmente cualquier actitud por el camino de la envidia y su política resultante: la democracia de los igualitarismos.
Si hay un rey, el derecho del mismo a ejercer la gestión de los asuntos del reino se considera indisputable.
Si es una aristocracia, se produce lo mismo.
No hay cuestionamiento de la misma.
Las funciones de la sociedad están plenamente delimitadas. La vida es austera y respetuosa con el medio ambiente.
Solo cuando las condiciones materiales mejoran ostensiblemente (consecuencia inevitable eventualmente) aparecen las ideologías colectivistas, cuyo verdadero objetivo es despedazar la sociedad de arriba abajo mediante inculcar un individualismo egoísta cuyo objetivo es siempre arrastrar a la sociedad hacia el mínimo común múltiplo.
Progreso y envidia
La envidia alcanza pues un estatus de normalidad y pasa a ser visto como algo positivo. Esto no es reconocido abiertamente, pero es el resultado inevitable de la adopción de un sistema que provee la dirección política en base a una retórica de enfrentar a unos con otros en base a quienes tienen más y menos.
Se produce una lucha constante por someter el lado demónico de las gentes.
Los gobernantes, o partidos políticos resultantes van siendo cada vez más igualitarios.
Se produce un descenso a los infiernos del individualismo colectivista de carácter egoísta que anda siempre buscando el beneficio propio en base a la cantidad y en contra de todo espíritu de cualidad: es decir, en contra de la persona. Se pasa en esencia de un sistema de propiedad privada a uno de propiedad pública.
Lo que no comprenden los críticos del individualismo, es que esta palabra no es sino un disfraz del socialismo, el cual es el verdadero espíritu de las épocas decadentes. Podríamos llamarlo individualismo socialista. Por eso yerran de lejos aquellos que desde un punto de vista, supuestamente de la derecha, defienden al socialismo como el ideal a ser alcanzado. Creen que las sociedades tradicionales de antaño; de épocas inmemorables, se regían por principios socialistas. Llegan a esta conclusión, entre otras cosas, porque en esas sociedades no había supuestamente un sistema de empresa privada.
Sin embargo la realidad dista mucho de esas ideas.
Antiguedad y propiedad privada
Que en la antigüedad no hubiera empresas de propiedad privada no quiere decir que las sociedades no estuvieran regidas por principios de propiedad privada.
Parece que la gente piensa que solo puede existir propiedad privada desde la llegada del capitalismo. Que antes no había nada parecido y la humanidad vivió siempre bajo criterios socialistas. Al contrario, la antigüedad, se basaba en criterios de propiedad privada extrema de los medios de producción.
Si esas sociedades basaban su jerarquía social en relaciones de clanes, tribus, familias, páter, etcétera, no quiere decir que fueran democráticas, y ni siquiera igualitarias de ninguna manera.
Al contrario, estaban relacionadas de esa manera para cumplir una función trascendental, que hoy en día ha perdido todo significado y que se nos hace harto difícil de entender.
A pesar de que había un “socialismo”, este era aparente. El socialismo era en realidad una sociedad de propiedad privada llevada al extremo.
Cada familia tenía su cabeza, y cada clan tenía sus familias.
La propiedad privada no se transmitía en forma de empresas, sino de familia a familia y de páter a páter.
La justicia era privada y seguía los parámetros del orden natural.
No había justicia pública como la entendemos ahora porque lo “público” (lo igualitario y democrático) estaba prohibido. La seguridad también era privada.
La sociedad también era autárquica, y por buenas razones, pues en el principio de la autarquía es donde reside la verdadera libertad.
Un defensor de la propiedad privada radical, nunca querría un Estado que le construya una carretera para que el resto del mundo tenga acceso a sus tierras, y en primer lugar los agentes del Estado.
La envidia en una sociedad así es residual.
La vida es más orgánica, y la primera en agradecerlo es la naturaleza.
El individualismo actual es en realidad el anti individualismo, en el cual el individuo adquiere un carácter de cantidad y envidia sobre todo lo que se sale de los rangos del “individuo”, es decir, de la concepción igualitaria del mundo.
Lo justo adquiere hoy un resultado totalmente contrario a lo justo de antaño.
Ahora se considera justo que un violador y maltratador tenga el mismo voto que un hombre ahorrador que no ha cometido un solo delito en su vida.
Un sistema político que basa su estabilidad en esas premisas no puede durar mucho evidentemente.
El triunfo de la mentira
Al intentar igualar al honesto con el deshonesto lo que hace es tratar por igual a la honestidad y la mentira. A la primera la rebaja y a la segunda la ensalza. Al final lo único que se obtiene es el reino de la mentira. No solo el reino de la cantidad, sino de la mentira, la perversión, la corrupción.
Ese es el reino del individualismo moderno: el reino del igualitarismo radical.
La naturaleza es profundamente anti igualitaria, y por tanto radicalmente discriminatoria, y no hay nada de raro en ello.
Una naturaleza igualitaria es un oxímoron.
Sería un infinito sin diferenciación alguna. Algo así como un blanco o negro perpetuo.
La naturaleza provee la materia y el espíritu provee las formas.
No hay en un bosque dos plantas iguales, ni dos elefantes iguales en el mundo, ni planetas en el Universo.
El comportamiento, accidental o a conciencia de los diferentes elementos de la naturaleza provee y da la forma, y dichas formas resultan en una diversidad “eterna”.
Considerar a la igualdad como verdad ontológica suprema, como lo hace la sociedad actual, es síntoma de la decadencia y la degeneración de la misma.
Tanta degeneración no puede durar eternamente por razones obvias, igual que un cuerpo lleno de veneno acaba por derrumbarse, lo mismo ocurrirá (está ya ocurriendo) con la sociedad actual.